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APORTACIONES de Creadores:

sábado, 10 de octubre de 2020

"Espejismo", autor: Henry Marfrafe

     Aquellos resplandores intermitentes, sin duda, provenían de un teléfono móvil en desplazamiento continuo, según se trasparentaba por los livianos visillos que separaban el salón de la terraza del piso de enfrente. Una mujer, aparentemente joven con una camiseta masculina blanca de hombrera, como único ropaje, atravesaba conversando la estancia de una esquina a otra.

    A obscuras, sentado en el viejo sillón orejero de mis abuelos, fallecidos recientemente por el coronavirus ese del que todo el mundo habla, volví a rellenar el vaso ancho labrado de Cointreau y saboreándolo, como acostumbro, seguí contemplando el mediometraje que me ofrecía aquella señorita. Pobres mis abuelos, toda una vida trabajando para recién jubilados, morir en manos de un animal diminuto. Ahora, como heredero único, la vida me ofrecía sabores impensables, apenas hace unos días, como reponedor de un gran supermercado.

    Hacía calor, puse a cargar el móvil y con el cable conectado comencé a jugar con la app que le transformaba en linterna. Esperé a que terminase de hablar y cuando sentó en una mecedora, tipo ikea, lancé sobre su figura una señal lumínica, algo parecido a una clave morse: punto-punto.

    Con el vago intento de poder ver de donde procedían aquellas leves ráfagas encendió una lámpara de mesa baja que iluminó todo el salón, como si fuera mediodía y por supuesto de nada la sirvió para identificarme y divisar con exactitud dónde estaban ubicados vigía y faro que la observaban. Rápidamente apagó la lamparita y volvió a su refugio acelerando su vaivén, ahora, sin posibilidad de error, con una copa de vino tinto en su mano izquierda. No habían pasado treinta segundos y volví con mis ráfagas, como si fuera un marinero, o mejor dicho, un naufrago quemando sus últimas -bengalas- para ser visto y rescatado. En menos de diez segundos fui contestado. En ese lado de la calle las farolas estaban fundidas o rotas sus bombillas por el gamberrismo reinante en la zona, acrecentado por las órdenes policiales que trataban de -estado de sitio- lo que era una situación de -alarma social-. 

    De pronto, la vecina inquieta, desapareció de mi campo visual dejando el móvil boca arriba, levemente iluminado y me pareció oir una musiquilla de fondo, los edificios distaban unos quince metros y los dos pisos eran sextos en altura, los últimos. Se iluminó la ventana de ventilación de lo que imaginé su toilette, allí el cristal esmerilado no dejaba entrever nada. Un lavado de dientes, o cualquier otra necesidad fisiológica nos separaba y yo también aproveché para aligerar vejiga y riñones. No pude menos y me retiré que el suéter a tirones, que desde hacía rato se había vuelto insoportable y oprimía mi velludo torso. La sorpresa llegó cuando volví al salón y contemplé el espectáculo de mi vecina bailando con un mini vestido de flecos. Tenía un aire sumamente profesional, esa forma de contonearse no era de una simple aficionada al dance. Mezclaba belly dance con twerking y volvía a un misticismo zen, que me estaba poniendo a cien. Dejó encendida la luz del baño para que atravesando el pasillo llegara tenue al salón, también encendió, con una sola cerilla, un candelabro con tres velas que realzaba sus movimientos y gelatinosas sombras sobre la pared. Vaya confinamiento-cuarentena me esperaba, pues había decidido vivir en la recién heredada casa de mis abuelos y sin dudar abandoné el piso alquilado y compartido con dos estudiantes de diferente sexo. Lo mismo podía ser el I feel love de Donna Sumer que una danza arábiga a golpe de reggaetón. Se abrazaba e incluso me pareció ver que se daba un azote sobre sus descaradas nalgas. La media botella de Cointreau comenzaba a pasar factura y eso que casi gasté todo el hielo del frigorífico. Volví a saludarla con otras cuatro o cinco ráfagas de luz telefónica y ella hizo lo propio con un pequeña luz roja intermitente que dejó en funcionamiento sobre la mecedora, debía ser uno de esos minúsculos indicadores que usan los ciclistas para ser vistos. Noté como algo de mí quería sumarse al espectáculo sacando su pulida cabeza por encima del elástico del slip, ¡qué hinchazón!. Ella, cada vez mas lenta, bailó hasta que se posó en el suelo, dobló las rodillas y separó sus piernas dejándose mecer al ritmo de sus dedos. Liberé al monstruo y al sentirse libre del elástico brotó como un volcán dormido durante miles de años.

    El camión de la basura y las voces de los operarios me hicieron volver a abrir los ojos, allí estaba tirado sobre el sofá chester de piel de búfalo de mis abuelos, semidesnudo y pegajoso. No tardé tres segundos para, de forma recatada y casi escondido, asomarme por el ventanal del salón para ver, a la luz del día, el escenario donde la danzarina de los sueños me había hecho tan feliz.

    ¡Qué raro! el sexto de enfrente parecía cerrado a cal y canto, persianas bajadas, algún tiesto seco, por falta de riego y el pavimento de la terraza sucio desde alguna tormenta pasada. En dos minutos lavé mi cara y volví a instalarme el suéter, bajé a la calle y sin buscar al portero de mi bloque salté de una acera a otra para inquirir información sobre el piso de enfrente al portero de esa finca que resultó muy graciosillo, pero sincero.

-Ya le digo que ese piso, el sexto, solo hay uno, pues están unidos el derecha e izquierda, están cerrados desde febrero, antes de la declaración de pandemia y las leches esas del coronavirus-19. Ahí no vive nadie. No se han abierto las persianas en meses. Siento no poder ayudarle más y si me permite sigo con mi tarea, esos irresponsables dejan el portal y la acera hecha una pena. 

    Desolado volví a subir a mi nueva casa, ahora si me sentía naufrago, solo y desmotivado. Sí, deseaba que comenzara mi segunda noche de confinamiento y sin duda, además de echar de menos a mis abuelos, añoraría a la misteriosa Sherezade que despertó mi pasión con sugerentes bailes y su exótica puesta en escena.

Autor texto: Henry Marfrafe
Ilustración: Yuval Robichek

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