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APORTACIONES de Creadores:

miércoles, 16 de diciembre de 2020

"Oda al Hidrogel", autor: Félix Martín Franco

    La plaza permanecía como hacía veinte años, parecía arrancada de aquel París retratado mil veces por Maurice Utrillo. Un aroma de cierto abolengo traspasaba desde el café a la calle cargada de aromas. Recoloqué mi  mascarilla  correctamente ante la presencia del camarero que, sin lugar a dudas, se dirigía a la mesa que ocupaba, bajo la pletórica y reconfortante sombra de un Plátano (Platanus x hispanica), especie calvario para alérgicos madrileños.

    Verónica no había bajado todavía, tampoco quería atosigarla, así que desinfecté minuciosamente mis manos y antebrazos con abundante hidrogel (solución desinfectante especialmente para la higiene de manos y previsora del contagio por covid-19. Composición:

   750 ml de alcohol isopropílico -con una pureza del 99,8%-,
  40 ml de peróxido de hidrógeno H2O2 -agua oxigenada-
  15 ml de glicerol o gel de aloe vera
195 ml de agua destilada o agua hervida y enfriada)

aquel resultó especialmente gelatinoso y escurridizo. Lo dejé en la mesa, a buen recaudo,  a la espera que lo usara, a su llegada, la tardona de Vero. Abstraído con el ir y venir de los enmascarados y desconfiados viandantes llego, tras tomar nota a otra mesa, el camarero; abigarrado profesional de la hostelería que no se extrañó al oírme solicitarle un Cointreau “generoso” con una única pieza de hielo, por favor. Incluso para rematar su sapiencia ofreció servírmelo picado. Un cliente sibarita (para los tiempos que corren) y un garçon que sabe de su oficio y maneras. pensé.

       Por fin!  Verónica!  loados sean los dioses, bendita la gracia de tu presencia y la luz que te confieren en esta hermosa tarde parisina en pleno barrio de Embajadores.

    Mas de tres horas transcurrieron en un intento de ponernos al día en nuestras vidas y circunstancias tras la llegada de la más cruenta pandemia que ha azotado al mundo precisamente ahora que nos creíamos en el mal llamado estado de bienestar.

    -Siempre me has hecho reír, hablemos de lo que hablemos, es un placer coincidir contigo, ¿por qué no quedamos más? -La culpa la tienen tus “novios dije, que no te dejan sola ni de noche ni de día. Volvimos a reírnos.

    Un septiembre remolón y totalmente primaveral nos invitaba a continuar de agradable tertulia. Me fijé que su dentadura brillaba, como recién instalada en un outlet, pero no comenté nada. 

    El sol iba ocultándose y comenzó a refrescar con el canto de los últimos pájaros, anclados en las ramas de la frondosa arboleda de la plaza.

    -Todavía, creo, guardo aquella botella de Cointreau (he visto que sigues con tu adicción, jajaja) que trajiste a casa por mi cumpleaños, hace años (de sobra recordaba que fue al cumplir sus cuarenta y un , cuando se montaron un trío con aquella pelirroja de pezones generosos, la llamamos “pezones salchichita cóctel”. Dos lenguas para el conejito de Verónica, no hizo falta soplar velas. Mientras, en el dormitorio de al lado, hacía Teresa dormitando la borrachera que se ganó a pulso, entre brindis y bailes pegado, muy pegados. Aún recuerdo sus exclamaciones en susurro: -¿Cómo me está poniendo éste tío! -Vámonos de aquí (me proponía), vivo cerca. Estoy empapada. Creía no ser oída y Verónica se estaba incendiando de celos, también, en aquella velada, disfruté de un juego nuevo, para mi, el beso escondido, las tres damas presentes y traviesas y el pobre ratón de laboratorio, es decir yo y con los ojos cubiertos por un antifaz de los que se usan para conciliar el sueño, por mucha luz que exista en el ambiente, debía averiguar de quien era cada beso que recibía de los cuatro que me daban, uno de mas para despistarme. Tres salivas, tres formas de besar y yo de catador privilegiado con las manos amordazadas. Adrede tarde en adivinar mientras saboreé aquellas delicadas cocteleras con forma de boca de mujer. Qué delicia, que mucho me temo no volver.

    Sonreímos y dejé un generoso billete pillado por el píe de mi copa que incluía propina, bien merecida por el garçon. -Si no hay más remedio te acompaño y compruebo el estado del bebedizo, después de tantos años seguro que se ha evaporado o guarda su esencia más íntima, por el contrario.

 

    Agarré el dosificador de hidrogel, su caudal era exagerado y una vez depositado en la palma de mi mano lo extendí ofreciéndoselo a Verónica. El roce fue mansamente eléctrico entre unas manos que, hacía años, no se agarraban ni acariciaban, ambos sentimos el latigazo. La cremosidad del fluido desinfectante fusionó nuestras manos y mutuamente nos restregamos las manos cruzándonos los dedos y colisionando nerviosos nuestras muñecas. Su penetrante olor entre selva amazónica y suelo de hospital recién fregado me invitó a guardarme el frasco por el hueco ventral de la chupa, asegurándolo a mi tripa al subir la cremallera. Sonreí a Vero y ella, algo avergonzada, me siguió el juego marchando con un paso acelerado, mientras nos colocamos las mascarillas a toda prisa y el brillo que producía el cruce de nuestras miradas enamoradizas hizo el resto. “Donde hubo fuego siempre quedan brasas”.

    En el ascensor no mediamos palabra, mantuvimos la mirada intensa y una sonrisa cómplice en la comisura de nuestros labios, imaginada tras las mascarillas. Sólo tras girar la llave de la casa, sus correspondientes sonoras y recordadas tres vueltas, respiramos mas tranquilos, como si todo el tiempo del mundo nos perteneciera.

    Me sacó el hidrogel del marsupio y exclamó en voz baja: sigues igual que siempre, y eso me gusta. Desbotonó la camisa y como pudo me dejó el torso desnudo al aire, yo hice lo propio y al contemplar su pecho desnudo exclamé en voz baja: Siguen siendo como hace años, sos preciosa.  Me imaginé con una cara de bobalicón ilusionado como cuando los Reyes Magos me trajeron el scalextric.

- Qué tal si…

    Llenamos a conciencia el cuenco de nuestras manos del secuestrado hidrogel del café y comenzamos a regalarmos un mutuo masaje, haciendo correr, sin paradas, el gelatinoso y escurridizo brebaje por los cuerpos descubiertos de cintura para arriba. Los pezones y areolas de Verónica tornaron de color y se mostraron pletóricos como buscando lucha, Tommy el gato de Verónica, permanecía en una esquina asustado desde que me vio entrar en la casa.

    Primero de píe y después sobre el sofá, una vez protegido con una gran toalla de baño blanca nos rebozamos y revolcamos como dos pollos en un asador, seguimos sin hablarnos y al instante las brasas adormiladas, durante años, avivaron un fuego lento que propició las llamas eternas de la pasión. Seguimos con las mascarillas obstaculizando respiración, aliento y gemidos, pero no hicimos ademanes de retirarlas, aceptando el castigo divino. Los besos podían ser hilo conductor del puto corona virus bautizado como covid-19, en el supuesto de que alguno de nosotros fuera portador asintomático. Fue una muestra de respeto y cariño hacia nosotros mismos los que, tantas veces, compartimos fluidos y aliento. 

    Siguió el destape y Tommy se entretuvo desde entonces en olfatear con ahínco y dedicación mis calcetines que salieron volando a varios metros del sofá. Ya nada nos haría parar. Verónica se retiró a la toilette y yo rebusqué la vieja botella que, ahí estaba aguardándome como un viejo amigo. Mojé mis labios con el licor, tras ahuecarme la mascarilla, delicioso, dulzón. Por la puerta, entre abierta, del baño y con ayuda de su gran espejo mural pude ver a Vero untarse e introducirse alguna crema en su vagina, seguramente un lubrificante, a nuestra edad hay que irse buscando aliados para una buena práctica amatoria. De mi cartera saque dos condones que, como balas de un rifle de repetición, llevaba en la recámara, siempre dispuestos a ser desenfundados.

Bajé sus braguitas, tipo culote-tanga y mantuve mis mofletes sobre sus frescas nalgas durante un momento que pareció un siglo en el reencuentro. Ya desnudos y enmudecidos volvimos a embadurnarnos con la que bautizamos como Poción Mágica y, aunque intenté calentarla frotándola con mis manos una y otra vez, no pude evitar el escalofrío en los muslos de la deliciosa Verónica, parecía que el tiempo no había transcurrido, saltó en un movimiento espasmódico que dejó a la vista sus labios sonrosados y que ya hacían entreabiertos. Fue el momento en que mi termómetro llegó a su máximo indicador y con el mercurio a punto de estallar.

Verónica me obligó a permanecer tumbado boca arriba, mientras ella se aupaba como experta Artemisa bajando lentamente sobre la flecha ardiente, quedando apuntalada por Cupido para conseguir su máxima perpendicular. Tommy maulló sobresaltado al escuchar el gemido de Verónica.








 

lunes, 7 de diciembre de 2020

"En buenas manos", autora: Eliza Brown

            Siempre el mismo autobús. Éramos muy pocos los “esenciales” que nos dirigíamos a nuestros puestos de trabajo, así que también pocos viajeros.

        Al principio era tanta la carga que llevaba en mi cabeza que una vez me pasé de parada reviviendo el día interminable de tragedias horribles.

        Llegaba a casa tan derrotada que más de una vez lloraba en la ducha. Lloraba a gritos, de rabia y de dolor ante tanto sufrimiento. Luchaba contra la impotencia y la  frustración cada día y estaba tan agotada que caía rendida en la cama sin mucho tiempo para pensar más. Unas horas de sueño alborotado y otra vez para el hospital. De nuevo a las trincheras. Cada día lo mismo.

         Y, al tomar el autobús, ese silencio sepulcral, miradas perdidas y miedo en el aire. No podía pensar en otra cosa. Impotencia, frustración, fracaso... Y entraba en un bucle del que intentaba salir pensando en los vivos, en otro día más que había librado para volver a la batalla. 

        El viaje en el bus era muy incómodo y eterno. Cuarenta y cinco minutos casi sola y sin poder hacer nada. Había perdido las ganas de escuchar música durante el trayecto. Prefería el silencio.

        Un día olvidé el abono en casa. Había cambiado de bolso y no me di cuenta de cogerlo. Ya era tarde para volver atrás. Pagué con unas monedas que tenía a mano y, a la vuelta, cuando busqué de nuevo en mi cartera, no tenía suelto. “Ay, me he dejado el abono y solo tengo un billete de 20 euros, lo siento”, le dije al conductor. Era la primera vez que le miraba a los ojos. “No te preocupes”, me dijo, “si vosotros no deberíais pagar, con la que está cayéndoos”.

        Le di las gracias y fui a mi habitual asiento de atrás,un poco cortada pero a la vez aliviada. Hacía semanas que nadie se había preocupado por aparte de mis padres que me llamaban por teléfono los fines de semana para ver cómo iba todo. Sabían que entre semana apenas tenía tiempo ni de respirar.

        Me pregunté si él tendría familia y cómo sería. Por primera vez en aquellas semanas no fui  pensando en el agobio de la jornada durante el trayecto.

        Al día siguiente, él no estaba frente al volante. Yo siempre cogía  el mismo bus. Era lunes, habría cambiado el turno o libraría, pensé.

        A los dos días volví a verle, esta vez me saludó. Y yo a él. Fue una comunicación especial, como si en ese saludo me estuviera ofreciendo todo el apoyo que yo necesitaba, con un cariño infinito escondido en una voz que me pareció un bálsamo.

        Pasaron días y, cuando coincidíamos, entablábamos una pequeña conversación, muy breve, casi diciéndonos más con las miradas y los gestos que con las palabras, que eran pocas.

        Un día llegaba yo especialmente cansada. Era viernes, final de semana. Me senté donde siempre, en uno de los últimos asientos. Apoyé la cabeza casi de inmediato en el cristal y caí rendida sin darme cuenta. No supe cuánto tiempo había pasado. Alguien me despertó, apoyando la mano en mi hombro izquierdo. Cuando abrí los ojos, le tenía enfrente, diciéndome, susurrando casi, “perdona, esta es tu parada”. Miré alrededor, un poco confusa, y lo miré. No había nadie en el bus. Me fijé en sus ojos, de un verde aceituna que me llenaron por dentro. “Gracias”, acerté a decir. Me abrí paso para salir, nerviosa, un poco confusa y a la vez halagada al ver que se había preocupado por mí otra vez, que sabía perfectamente cuál era mi parada y se había molestado en avisarme.

        Llegué a casa y, por primera vez en todo este infierno, decidí abrir una botella de vino blanco. Una sola copa, sorbo a sorbo, pensando en él.

        Al acostarme, no sé si porque el cerebro acaba buscando refugio en el menor resquicio u oportunidad de evasión, o porque realmente el cuerpo es sabio, empecé a fantasear con ese hombre de los ojos verdes, imaginando que un día, al final del trayecto, apagaría las luces del bus y se acercaría a a despertarme, pero esta vez con sus manos bajo mi jersey, con las dos a la vez amasando mis pechos, al tiempo que sus índices estimulaban mis  pezones duros y ardientes, mientras me derretía por dentro deseando que fuera a mi sexo, y metiera los dedos, uno, dos, los que quiera, y los moviera al compás de mis inevitables movimientos buscando más, mientras yo me agarraba a los asientos con los brazos extendidos y las piernas cada vez más abiertas pidiendo más, hasta que llegara el final, el tan ansiado final desde hacía tanto tiempo.

        Y, mientras me masturbo en la cama pensando en la escena, pienso que mañana me sentaré en el asiento de adelante, que hay confianza y nunca se sabe...

Eliza Brown





viernes, 4 de diciembre de 2020

"Erática y erótica...mente", autora: Gio Aguiló

Cada noche ella llegaba a su refugio de aislamiento pandémico, sin darle siquiera un beso, se metía rápidamente en la ducha temerosa de llevar el SARS en los zapatos, en la ropa, en el pelo y, sólo tras su estricto protocolo, se atrevía a abrazarle.

Él, también sanitario, la recogía tranquilo, sosegado, devolviéndola a la calma.

Y así se quedaban dormidos, acurrucados, refugiados el uno en el otro, intentando parar la mente viendo aquellas películas y series para evadirse; hasta que se daban cuenta de que los equipos de protección individual utilizados en la fantasía eran mucho mejores que los penosos y a veces, incluso, ausentes EPIs que a ella le proporcionaban para trabajar en la zona covid  del hospital...


Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo.
Lo que me gusta de tu sexo es la boca.
Lo que me gusta de tu boca es la lengua.
Lo que me gusta de tu lengua es la palabra.
 
Julio Cortázar. 

       Mis pupilas se dilatan al mirarte
          mientras beso
          el resquicio de consciencia
          que percibes cuando duermes.
 
          Acaricio la dulzura
          destilada por tu boca
          y resbalo por el surco
          que tu lengua me suscita.        
 
          Gesticulas y contemplo tu expresión,
          delirante y deliciosa,
          que me expone consecuencias de mis actos.
 
          Reaccionas sensitivo
          y me pides sugerente
          la medida de tus ganas.
 
          Y te entregas por entero.
 
Gio Aguiló