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APORTACIONES de Creadores:

lunes, 7 de diciembre de 2020

"En buenas manos", autora: Eliza Brown

            Siempre el mismo autobús. Éramos muy pocos los “esenciales” que nos dirigíamos a nuestros puestos de trabajo, así que también pocos viajeros.

        Al principio era tanta la carga que llevaba en mi cabeza que una vez me pasé de parada reviviendo el día interminable de tragedias horribles.

        Llegaba a casa tan derrotada que más de una vez lloraba en la ducha. Lloraba a gritos, de rabia y de dolor ante tanto sufrimiento. Luchaba contra la impotencia y la  frustración cada día y estaba tan agotada que caía rendida en la cama sin mucho tiempo para pensar más. Unas horas de sueño alborotado y otra vez para el hospital. De nuevo a las trincheras. Cada día lo mismo.

         Y, al tomar el autobús, ese silencio sepulcral, miradas perdidas y miedo en el aire. No podía pensar en otra cosa. Impotencia, frustración, fracaso... Y entraba en un bucle del que intentaba salir pensando en los vivos, en otro día más que había librado para volver a la batalla. 

        El viaje en el bus era muy incómodo y eterno. Cuarenta y cinco minutos casi sola y sin poder hacer nada. Había perdido las ganas de escuchar música durante el trayecto. Prefería el silencio.

        Un día olvidé el abono en casa. Había cambiado de bolso y no me di cuenta de cogerlo. Ya era tarde para volver atrás. Pagué con unas monedas que tenía a mano y, a la vuelta, cuando busqué de nuevo en mi cartera, no tenía suelto. “Ay, me he dejado el abono y solo tengo un billete de 20 euros, lo siento”, le dije al conductor. Era la primera vez que le miraba a los ojos. “No te preocupes”, me dijo, “si vosotros no deberíais pagar, con la que está cayéndoos”.

        Le di las gracias y fui a mi habitual asiento de atrás,un poco cortada pero a la vez aliviada. Hacía semanas que nadie se había preocupado por aparte de mis padres que me llamaban por teléfono los fines de semana para ver cómo iba todo. Sabían que entre semana apenas tenía tiempo ni de respirar.

        Me pregunté si él tendría familia y cómo sería. Por primera vez en aquellas semanas no fui  pensando en el agobio de la jornada durante el trayecto.

        Al día siguiente, él no estaba frente al volante. Yo siempre cogía  el mismo bus. Era lunes, habría cambiado el turno o libraría, pensé.

        A los dos días volví a verle, esta vez me saludó. Y yo a él. Fue una comunicación especial, como si en ese saludo me estuviera ofreciendo todo el apoyo que yo necesitaba, con un cariño infinito escondido en una voz que me pareció un bálsamo.

        Pasaron días y, cuando coincidíamos, entablábamos una pequeña conversación, muy breve, casi diciéndonos más con las miradas y los gestos que con las palabras, que eran pocas.

        Un día llegaba yo especialmente cansada. Era viernes, final de semana. Me senté donde siempre, en uno de los últimos asientos. Apoyé la cabeza casi de inmediato en el cristal y caí rendida sin darme cuenta. No supe cuánto tiempo había pasado. Alguien me despertó, apoyando la mano en mi hombro izquierdo. Cuando abrí los ojos, le tenía enfrente, diciéndome, susurrando casi, “perdona, esta es tu parada”. Miré alrededor, un poco confusa, y lo miré. No había nadie en el bus. Me fijé en sus ojos, de un verde aceituna que me llenaron por dentro. “Gracias”, acerté a decir. Me abrí paso para salir, nerviosa, un poco confusa y a la vez halagada al ver que se había preocupado por mí otra vez, que sabía perfectamente cuál era mi parada y se había molestado en avisarme.

        Llegué a casa y, por primera vez en todo este infierno, decidí abrir una botella de vino blanco. Una sola copa, sorbo a sorbo, pensando en él.

        Al acostarme, no sé si porque el cerebro acaba buscando refugio en el menor resquicio u oportunidad de evasión, o porque realmente el cuerpo es sabio, empecé a fantasear con ese hombre de los ojos verdes, imaginando que un día, al final del trayecto, apagaría las luces del bus y se acercaría a a despertarme, pero esta vez con sus manos bajo mi jersey, con las dos a la vez amasando mis pechos, al tiempo que sus índices estimulaban mis  pezones duros y ardientes, mientras me derretía por dentro deseando que fuera a mi sexo, y metiera los dedos, uno, dos, los que quiera, y los moviera al compás de mis inevitables movimientos buscando más, mientras yo me agarraba a los asientos con los brazos extendidos y las piernas cada vez más abiertas pidiendo más, hasta que llegara el final, el tan ansiado final desde hacía tanto tiempo.

        Y, mientras me masturbo en la cama pensando en la escena, pienso que mañana me sentaré en el asiento de adelante, que hay confianza y nunca se sabe...

Eliza Brown





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